#MaratonAmorRebelde
RELATO – TO BE
AUTOR: JAVIER BARRER LUGO (COLOMBIA)

Dejó, muy a su pesar, el plan de ir a la fiesta con los amigos para otro día. El niño tuvo fiebre de 39 que iba y venía como en oleadas desde que llegó de la guardería al final de la tarde y permaneció latente, como si cumpliera una cita de honor, durante la noche.
No se despertó; pero tampoco dejo de sudar, moverse, gimotear mientras soñaba. Era un chico tranquilo. Regularmente construía torres con sus bloques de colores o armaba batallas épicas con sus muñequitos de super héroes en silencio, apartado, con la consciencia inmersa en otro plano donde existir era un asunto de decisión, no de conveniencia. Trascendía juicioso el 80 por ciento de las veces, “aunque es un “culicagado de 5 años recién cumplidos, hermana, como es de lógica, también tiene tiempos de “chimbear”, escribió la madre a su amiga Dayanis, quien en varios mensajes la increpaba por perderse la rumba del año y quedarse encerrada con el pequeño. “Viene su amor, china… No sea tan pendeja. ¿Se va a perder la oportunidad? Déjele el “sute” a su mamá… No le diga nada. Se vuela y nos llega… Estando acá, seguro no se arrepiente, amiga…”
Sabía que era un virus estival el que le estaba ayudando a reventar y hacer más fuerte el sistema inmunológico a Stiven. No iba a durar más de tres días con la molestia en el cuerpo, tal vez poco apetito al día siguiente, picos febriles, litros de acetaminofén, jugo de guayaba verde y fexofenadina sofocando el calor, sacándole mocos y lagañas de las profundas cavidades al pequeño cráneo. Pese a que no lo hacía evidente, le preocupaba la salud de ese infante que parió a los catorce y al que le demostraba cariño, según su visión sesgada de “víctima de las circunstancias”, asumiendo sacrificios, en lugar de actos desinteresados, haciendo reproches silentes, apropiándose generosidades condicionadas, ya que era urgente crear imaginarios de responsabilidad culposa para unos padres, los abuelos de Stiven, decepcionados con las malas decisiones que cobijaban los primeros 19 abriles de una “hija taimada, estúpida hasta los tuétanos, que se dejó preñar del primer drogadicto que se le cruzó por el camino”.
Pese a saber que era una virosis pasajera, no se sentía capaz de ir a la farra de amor y amistad, aun sabiendo que estaría Armandito, el muchacho que la volvía loca con esos “ojitos chiquitos y como verdositos, esa carita de bebé con barba… Tan hermoso y respetuoso, tan juicioso y trabajador… Técnico del SENA y todo… Tan… tannn”.
Miró a Stiven con rabia. Otra fiesta que se perdía, otro beso que se quedaba para dárselo a la almohada, otro medio año sin esperar llamadas que no fueran de la guardería cobrando la pensión cuyo pago no aparecía, las del defensor de familia averiguando si el papá había cumplido con la mísera cuota alimentaria, o de los clientes del call center, enardecidos gritándole que era una “incompetente” y ordenando les pasara a un supervisor o algún otro inepto que tomara decisiones… Su vida distaba mucho del idílico color rosa de los malos cuentos.
Stiven era el estorbo, el enfermizo, el callado, el retrasado de la familia por el que no podía hacer nada salvo trabajar… Rabia, frustración y una traza de impotencia la agobiaron, pero el cansancio comenzaba a hacer su parte. Empezó a dormirse. Se interponía entre ensoñación y desconexión onírica, el leve sonido del programa de la iglesia pentecostal que en la madrugada intentaba salvar almas insomnes que se aferraban a la televisión para no caer en la locura. En medio de gritos de agradecimiento por una parálisis sanada, apareció Armandito flotando desnudo en el cuarto, Armandito susurrante al oído ofrendándole un beso, Armandito amándola, haciéndola su amor amante mientras le vendaba los ojos… Estaba enamorada, era el amor de su vida… “¡Al fin! ¡Al fin, malditasea!” Dijo entre telarañas de inconsciencia antes de despertar, mientras las babas salían anárquicas de la comisura de los labios y terminaban diseminadas en la camiseta.
Rabia fluyendo entre ronquidos y sudores. Cuatro de la madrugada. El chat a punto de explotar. Treinta mensajes y una foto con explicación no pedida, acompañándola. Todo empieza con un “usted sabe que la quiero mucho, amiga…”, y termina con la foto de Armadito, rostro desdibujado por el licor y la lujuria, lengua pinchando el cuello de Dayanis, mano exprimiendo el glúteo de la ninfa, y una lacónica petición: “Discúlpenos, Shirley. Él la esperó y todo…, pero el amor y la fidelidad, esta vez, no nos dieron pa’ tanto…”
Deseos de castrar a Armando, asesinar a Dayanis, asfixiar a Stiven… Ganas de botarse por la ventana y acabar con todo el planeta, el mundo de “mierda que siempre me toca…” Acto de egoísmo, reclamo estúpido, la vida no es justa o injusta, nenita, simplemente es el resultado de lo que no queremos ser por perezosos, por nuestras ansias de control, tan absurdas como inocuas.
Le busca seis patas al gato; quiere venganza. Destruye la reputación de la amiga con todos los contactos del chat y desea que a Armado, por la borrachera, le falle la erección, que tenga corto el pene, que sea marica, que le frite el poco cerebro un trago de aguardiente adulterado…
Stiven se levanta de sopetón. Sus ojos rojos, vidriados, vacíos, la buscan entre la luz que proyecta el teléfono. Intenta gemir, pero un gorgojeo con epicentro en su panza desleída por el virus, anticipa el vómito que un segundo después cubre la colcha, las almohadas, el piso, los lugares que no se ven y los dedos desnudos de los pies descubren en su búsqueda de una toalla.
Frenesí, llanto, caos. Prende la luz y despotrica: “¡Vida hijueputa! ¿Por qué yo?” Sabe la respuesta; se la traga por orgullo. ¡Armando malparido…! ¡Papás hijueputas…! ¡Dayanis, perra traicionera… ¡¡Stiven…! Stiven…
El niño la mira aterrado. Arde en fiebre, cachetes rojos, el piyama hecho miseria, olor agrio, particular, culpa inexplicable y ansiosa en un ser que empieza a vivir y no tienen idea de los rollos absurdos de quienes lo tienen que cuidar.
“Perdón… Peeerrr… ¡Perdóname, mamá…!” Stiven, turbado, sigue llorando, pero no son lágrimas y berridos instintivos, es un lamento más profundo, su inocencia se resquebraja, lo que le empieza a salir del pecho es dolor espiritual, tristeza implacable, conciencia de no ser nadie para nadie.
El niño se empieza a quitar el buso del piyama. Baja la mirada. Está avergonzado, se hunde en la humillación de la culpa impuesta; esa es la tragedia que sus siniestros adultos le heredan.
Shirley entiende por fin. Su hijo vejado es evidencia de lo mal que todo está. Ese instante, esa imagen dolorosa le quitan la ceguera. Está varada hace mucho ahí, en ese lugar donde siempre se adeuda tanto sin saber por qué. No quiere eso para el niño, no es justo. Con su sacrificio sobra. Se acostó con un bueno para nada por amor, por lujuria, por estúpida. Se embarazó, pero al menos algo de decisión hubo allí. La criatura cayó sin deber o culpa, esa es la diferencia.
Lo ayuda a cambiar, acaricia sus brazos delgados y velludos, frágiles; cambia sábanas, limpia el desastre. Por primera vez, abraza a Stiven. Lo ama, es un hecho, aunque no espera nada, ni gratitud, ni amor, ni saciedad, placer o justicia. En ese momento madre e hijo son y están… ¡To be! Dice conmovida. Por fin comienzan a existir.
AUTOR: JAVIER BARRERA LUGO (COLOMBIA)
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Javier Barrera Lugo, nació en Bogotá (Colombia). Editor General de Escritores Rebeldes. Siempre buscando el final de la línea del horizonte que forma la mar océana. Escribidor de oficio y corazón, admirador de los cronistas de indias que describieron a través de letras la fantasmagoría de un continente, que hasta hoy, es un complejo enigma. Editor del blog Idiota Inútil, autor de cuentos, poesía, ensayo que defiende la autenticidad y el silencio.